Cualquiera que conozca un poco el trabajo de Agatha Christie, probablemente la escritora de misterio más popular de todos los tiempos, sabrá que la planificación de algunas de sus tramas sobre la base de cancioncillas infantiles constituye un rasgo destacado dentro de su vastísima producción. Por centrarme solamente en sus novelas (dejando aparte los relatos breves), diré que esto sucede en la archiconocida Diez Negritos, en La Muerte Visita al Dentista, en Cinco Cerditos y en Un Puñado de Centeno, entre otras.
Ignoro las razones precisas de las que se derivaba el gusto por estas tonadas, pero bien podría ser que la autora pretendiera hacer con ellas un guiño a su feliz infancia. O tal vez buscara añadir truculencia a los crímenes que poblaban su obra porque ¿hay algo que dé más miedo que un asesino que siegue la vida de su víctima mientras canta una canción infantil? O quizá deseara subrayar la cualidad lúdica que subyace a toda novela de detectives bien entendida.
El caso es que, a la hora de crear La Ratonera (1952), su obra de teatro más exitosa, la señora Christie decidió echar mano, una vez más, de este recurso. Sin embargo, en esta ocasión, el motivo se me antoja mucho más literal que los que proponía algo más arriba de manera tentativa (aunque reconozco que el asunto de la truculencia tiene bastante que ver). No debemos olvidar que la motivación del asesino para perpetrar sus crímenes en esta pieza teatral viene dada por unos trágicos sucesos ocurridos cuando era sólo un niño. Así pues, la presencia de la canción titulada Tres Ratones Ciegos enfatiza la infancia como periodo clave para el desarrollo de la historia.
Ahora, a fin de dar unas pinceladas sobre lo que os vais a encontrar si decidís leer (o ver) esta obra, presentaré un pequeño resumen del argumento.
Los dos actos (el primero formado por dos escenas) que integran esta obra de teatro transcurren en el salón de la Mansión Monkswell, una casa antigua que fue heredada por la joven Mollie Ralston hace poco tiempo. Ella y su marido, Giles, decidieron montar una casa de huéspedes. Y durante un inusual atardecer presidido por una descomunal tormenta de nieve, comienzan a llegar sus primeros inquilinos: el joven Christopher Wren parece algo desequilibrado, la señora Boyle es la típica anciana que se queja por todo, el mayor Metcalf es un militar serio y algo anticuado, la señorita Casewell es una enigmática joven de modales masculinos y el señor Paravicini es un extravagante anciano que va a parar a la Mansión Monkswell por casualidad.
Todos parecen algo excitados por el espantoso crimen que se ha cometido en Londres hace tan sólo unas horas, pero cuando el sargento Trotter hace su aparición en la casa y explica que ese asesinato no es sino el primero de una serie de tres crímenes conectados con un trágico suceso ocurrido hace muchos años en una granja y que tanto las futuras víctimas como el asesino se hallan presentes en la Mansión, la situación empeora sensiblemente.
Debido a que el estilo habitual de la autora británica consistía en exponer los detalles más relevantes de la trama a través del diálogo, mezclando éste con fragmentos muy breves de caracterización de entornos y personajes, se puede decir que no existen grandes diferencias entre el libreto original de La Ratonera (publicado en castellano por la editorial RBA hace un par de años) y cualquiera de sus novelas.
La estructura también es clásica. Durante la primera escena del primer acto, todos los huéspedes llegan a la Mansión Monkswell, siendo presentados uno por uno. La segunda escena del primer acto narra la llegada del sargento Trotter, que expone con brevedad y exactitud el plan del asesino, basado en la canción Tres Ratones Ciegos; como no podía ser de otro modo tratándose de una obra de misterio, este acto se cierra con un asesinato. Para terminar, el segundo acto expone los sucesivos interrogatorios y sospechas de Trotter, culminando con la identificación del asesino. Ciento doce páginas donde todo va a una velocidad vertiginosa.
A grandes rasgos, La Ratonera puede verse como un compendio de lo mejor y lo peor de que era capaz la llamada Reina del Suspense. En la parte positiva se encuentra su habilidad para crear tramas complejas que desorienten, confundan y absorban al lector con elementos simples como, en este caso, un billete de autobús, un periódico vespertino, un abrigo, una bufanda o un par de esquís. En la parte negativa hay que hablar, una vez más, de inverosimilitud. Ya es bastante difícil de creer que, por pura casualidad, cuatro personas relacionadas con los trágicos acontecimientos de la granja terminen reunidas bajo el mismo techo y que absolutamente todos los personajes guarden algún secreto que les convierta en sospechosos como para, además, insultar al lector con la incoherente conducta de uno de ellos que, actuando de incógnito como agente de la ley, no impide la comisión de un crimen. Lamentable.
A cambio de este final un poco chorra y algo precipitado, la lectura de este libreto brinda la oportunidad de observar con claridad un par de elementos no demasiado habituales en la producción de esta autora: denuncia social y una psicología de personajes bien planteada, aunque trasnochada. En cuanto al primer tema, la cosa es sencilla. La señora Christie pone de manifiesto la enorme responsabilidad que conlleva el sistema de hogares de acogida para menores desamparados y la diligencia con que los integrantes del sistema judicial deben manejar este sistema. Los lamentables sucesos acaecidos en una granja que se explican en la obra, están tomados de un caso real: la trágica muerte del pequeño Dennis O´Neill en 1945.
Por lo que respecta a la psicología, La Ratonera parece defender el enfoque psicodinámico según el cual las experiencias tempranas en la vida del individuo determinan el desarrollo de la psique y, por tanto, la aparición de ulteriores conflictos. Tomando a los personajes de la obra, tanto el asesino como la hermana de éste sufrieron episodios de violencia y malos tratos durante la niñez, lo que les llevó a desarrollar una enfermedad mental, en el caso del niño, y una desviación del impulso sexual, en el caso de la niña. Cosas del psicoanálisis, ya sabéis.
Sin embargo, ni siquiera estas cualidades interesantes explican satisfactoriamente el enorme éxito de esta pieza teatral. Y es que desde que se estrenara en el Ambassadors Theatre de Londres, en 1952, no ha dejado de estar en cartel, superando, a estas alturas, las 24.000 representaciones. En mi opinión, este fenómeno sólo puede explicarse aludiendo a que La Ratonera ha trascendido su valor artístico para convertirse en todo una seña de identidad para los británicos. Tiene de todo: una mansión victoriana aislada, personajes que fuman en pipa y redactan cartas en la biblioteca, calefacción de carbón y un militar anticuado como símbolo del glorioso Imperio. Si tan sólo tuviera algo más de té y un mayordomo que saludara a los huéspedes con un tétrico “¡Holaaa!” tras abrir una puerta de entrada gruesa y chirriante, tendríamos representaciones aseguradas hasta el siglo XXII. Os lo aseguro.