La verdad es que comer en este restaurante es una experiencia inolvidable, en este caso para mal. El lugar en sí es precioso, eso nadie lo pone en duda, ya que el local ocupa una antigua capilla, pero al margen de esto este restaurante es de risa.
En primer lugar hay que reservar con 4 meses de antelación, al menos eso fue en nuestro caso, ya que tienen... pues como media docena de mesas, que recuerde, no sé si a lo mejor habrán puesto alguna más desde que fuimos. A nosotros nos tocó justo después de una "baja por enfermedad" en la que estuvo cerrado y os preguntaréis, ¿es que hubo una epidemia? ¿Todos los empleados del restaurante enfermaron? Sí, todos enfermarían, pero es que este restaurante sólo tiene un empleado, el dueño, que parece ser que sigue el principio de "yo me lo guiso, yo me lo como", como Juan Palomo, y es que él es camarero, chef, atiende llamadas, corta, aclara, limpia, centrifuga y lo que sea necesario. Esto hace que el servicio sea extremadamente lento, y que de hecho el restaurante ni siquiera tenga carta, ya que el señor éste (amable, por cierto) "canta" los platos del día.
La comida no es nada del otro mundo, quiero decir, emplea excelentes materias primas, está bien cocinada y demás, la carta de vinos es decente (quizás un poco clásica) pero a grandes rasgos lo que se sirve no vale lo que cuesta, porque en mi caso fuimos dos personas a comer y la broma salió por 180 euros, y tampoco probamos nada que justificara lo que pagamos.
Pues eso, que una tomadura de pelo.