Cuando entramos en el recinto del Hotel El Botánico en San Lorenzo de El Escorial, Madrid, por un sendero de pizarras colocadas sobre la hierba supe que había sido un acierto hacer en este pequeño hotel una reserva para pasar unos días tranquilos con mi suegra y las niñas. Me sentí como una princesa que llegaba a la casa de campo de unos amigos. Subí la escalera y notaba que estaba en mi casa. Es un hotel señorial, discreto y sumamente tranquilo. No tienen huéspedes ruidosos ni vecinos por los alrededores que se hagan notar con sus ruidos.
Mi marido tenía otro motivo para alojarse en el Hotel El Botánico en San Lorenzo de El Escorial: asistía a una reunión de negocios en su sala de reuniones. Nosotros hacemos del trabajo un placer. Aprovechamos para pasar unos días de relax en nuestros desplazamientos por motivos laborales. En este caso también el hotel hacía una mezcla similar. La sala de reuniones estaba en la biblioteca. Son muy apañados, como decía mi suegra.
Cogimos para nosotros la suite tipo dúplex. No íbamos a discutir por falta de espacio. Mi suegra también quedó contenta con su habitación. Tenía un bonito cuarto de baño de piedra. Nuestra suite estaba instalada en un torreón y desde sus ventanas teníamos unas vistas preciosas del monasterio de El Escorial.
Mi suegra aprovechó el tiempo que tenía libre para hacer excursiones por los alrededores. Yo la acompañé una tarde y no olvidaré el paseo en coche que nos dimos en mi vida. Acabamos en el Valle de los Caídos. Está relativamente cerca. A unos ocho kilómetros. Yo veía la tremenda cruz y le decía a la madre de mi marido que íbamos hacia la memoria histórica de la Guerra Civil. Mi suegra seguía conduciendo sin hacerme caso. Yo creo que quería ir a ver la tumba de Franco. Y acabó yendo. Se bajo del coche y entró. La esperé en el coche muerta de miedo. Me horrorizan los cementerios.
Os recomiendo el hotel. Es un pequeño hotel perfecto para pasar unos días en el campo de Madrid. Nuestra habitación me recordó un camarote de barco con sus ventanas tapadas por cortinitas blancas del tamaño de las pequeñas ventanas que rodeaban la estancia. Las paredes cubiertas de madera ayudaban a hacerte sentir como en un camarote de un barco antiguo.