Mi vida se rige por impulsos. Lo encuentro inevitable, por más que el crítico que llevo dentro pronuncie las palabras “así te va” en un tono de voz cada vez más elevado y urgente.
Esta tendencia a la impulsividad resulta igual de dominante para los asuntos que considero de gran importancia que para los deliciosos ratos muertos consagrados a mis aficiones predilectas.
Hace un tiempo, durante una tarde sin mucho que hacer, me entraron ganas de leer algo de un escritor del que no conociera obra alguna. Sentado en la comodidad de mi sillón favorito, decidí que me apetecía una novela negra o de misterio. No se me ocurría nada, hasta que, de pronto, me acordé de Henning Mankell.
Después de que el nombre apareciera en mi mente por vez primera, cuanto más pensaba en ello, más perfecta veía la elección. Esto se debía a dos motivos principales. En primer lugar, Mankell era un escritor sueco de novela negra que gozaba de gran prestigio desde mucho antes que los escritores suecos se pusieran tan de moda por estos lares. En segundo lugar, el comisario Wallander, protagonista de la serie de libros más famosa de su autor, parecía ser un antihéroe paradigmático. Y cuanto uno se encuentra dominado por un humor algo melancólico, anhela leer sobre personajes tan imperfectos como uno mismo.
Corrí, literalmente, a la papelería más cercana a mi domicilio y compré el único libro de la serie Wallander que tenían disponible. Los Perros de Riga (1992). Segunda novela dentro de las aventuras de este particular comisario. Un ejemplar de bolsillo de la editorial Tusquets, que constaba de 334 páginas y cuyo argumento aparece a continuación.
Un barco pesquero sueco encuentra en alta mar un bote salvavidas con dos cadáveres dentro. Lo acercan a la costa para que la policía lo encuentre y se desentienden del asunto.
La comisaría de Estad, donde desempeña su labor el comisario Kurt Wallander, realiza el hallazgo y se encarga de la investigación. No tardan en averiguar que ambos hombres son letones, por lo que Wallander tiene que desplazarse hasta Riga para intentar desenredar una maraña de conspiraciones en la que se mezclan asuntos políticos y mezquinos intereses económicos, en el marco de un país en pleno proceso de independencia.
Aunque en el índice no encontramos más que una lista de dieciocho capítulos, rematada por un epílogo y una nota del autor (llamada Colofón), cualquiera que se disponga a leer Los Perros de Riga debería saber que se divide en tres partes claramente diferenciadas.
Las primeras cien páginas son lo más parecido que encontraremos en este libro a una investigación policial al uso. Los agentes, al mando de Wallander, recopilan indicios en el bote salvavidas, los forenses hacen su trabajo e, incluso, se recurre a reuniones con expertos y confidentes anónimos para, finalmente, identificar la procedencia de la embarcación y su siniestra carga.
Las siguientes ciento treinta páginas narran el primer viaje del comisario a Riga, donde conoce a varios coroneles de policía y se empapa del ambiente de inestabilidad política reinante en uno de los países que acaban de proclamar su independencia de la URSS.
La trama abandona en este instante todo registro policial para meterse de lleno en el trillado terreno de las novelas (y el cine) de espías. Wallander recibirá varias notas de manos de sujetos de incógnito que indican lugares de reunión secretos, a los que deberá acudir siguiendo intrincados itinerarios para asegurarse de que nadie le sigue, etcétera. Aquellos de vosotros que disfrutéis de este tipo de narraciones, probablemente agradezcáis este giro, pero para mí resultó decepcionante. Esperaba una novela de misterio (o, al menos de procedimiento policial) de principio a fin y no un refrito de clichés de espionaje.
Las últimas cien páginas de la novela abundan en estos manejos de espías. Wallander realiza un segundo desplazamiento a Riga, totalmente clandestino, para cumplir con una misión la mar de típica: recuperar unos documentos que constituirán la solución, no tanto del misterio de los cadáveres en el bote salvavidas (muy olvidado a estas alturas, puesto que no es más que un simple MacGuffin), sino de la trama político-económica que mencionaba en el argumento. Un poquito más de decepción para mí.
El carácter del personaje principal, sin embargo, supuso un aliciente a la hora de enfrentar la lectura de este volumen. Todo su encanto procede de sus profundas imperfecciones ya que, tal como había oído decir, se trata de un antihéroe en toda regla. Cuarentón, con sobrepeso y severos problemas de estrés (asistimos a una crisis de ansiedad en pleno libro), el comisario Wallander se lleva mal con su ex mujer y mantiene una distante relación con su anciano padre. A menudo se encuentra desencantado con su trabajo como policía, en la medida que lo considera inane en una sociedad donde los criminales, o bien están sentados en poltronas demasiado elevadas, o bien hallan subterfugios legales para evadir la responsabilidad penal.
Su mala opinión acerca de sí mismo (llega a autocalificarse de cobarde en varias ocasiones), junto con todo lo que acabo de mencionar, aporta un indudable tono triste al relato, convirtiéndolo en una lectura ideal para los días grises de invierno.
Constatar que hay alguien metido en una situación bastante peor que la nuestra, aunque sea en la ficción, es un remedio perfecto para luchar contra el abatimiento.
Pero dejemos a un lado las penas. El segundo aliciente para leer Los Perros de Riga procede de fuentes mucho menos sombrías. Y es que los temas políticos que el autor pone sobre la mesa, junto con su destreza a la hora de describirlos a lo largo de la acción, resultan en extremo interesantes. El choque entre facciones independentistas y partidarios del régimen soviético justifica gran parte de la trama, personificándose en las figuras de Baiba Liepa y los coroneles Murniers y Putnis.
La proverbial represión de los sucesivos dirigentes soviéticos para con el pueblo, se refleja aquí en los feroces intentos de las altas esferas de la policía letona por desacreditar los movimientos de liberación, que cuentan con el beneplácito de una sociedad cansada de comunismo. Y aunque el conjunto posea tintes demasiado maniqueos, no deja de resultar aleccionador, como decía unos renglones atrás.
No obstante, ni este absorbente clima sociopolítico ni la acertada construcción del personaje de Wallander servirán para que guarde un buen recuerdo de Los Perros de Riga. La insistencia por parte del autor en ardides de espionaje hizo que la parte media del libro me resultara interminable. Quizá conceda una nueva oportunidad a esta serie de novelas de Henning Mankell en el futuro. Más que nada para comprobar si alguna de ellas aborda una trama menos apegada a agentes dobles y recuperación de dossieres escondidos, pero para ello tendrá que pasar algo más de tiempo.
Tal vez me esté bien empleado, por impulsivo. Así que, aceptad un consejo que yo desoiré convenientemente: Decidir rápido no siempre equivale a decidir bien. Recordadlo.