A La Habana hay que ir por muchas cosas. Yo la última vez que estuve en la capital de Cuba fue para que mis hijas vieran los coloridos coches de los años 50 que circulan por las calles de la vieja Habana. No querían creer que existían. Veían fotos de Cuba, de su capital, de otras ciudades, y les parecía mentira. Son las consecuencias del comunismo, les explicaba. Y ellas seguían diciendo que era un cuento.
Creyeron en la existencia de los coches de los años 50 en uso por los ciudadanos y ciudadanas de la Habana cuando llegamos a esta bella ciudad llena de arquitecturas coloniales construidas por nuestros antepasados españoles. No les gustó La Habana. A mis hijas les gustan las ciudades cuidadas por el dinero capitalista.
A mí, en cambio, la Habana me encanta. Todos los años me dejo caer por allí. Me gustan la Habana y sus gentes. Son personas con la sonrisa siempre en la boca, acogedoras, alegres, cercanas. En Cuba en general siempre me siento una turista querida. Ni siquiera me siento una turista. Me siento una ciudadana más, una cubana sin serlo.
La Habana vieja es mi perdición. Me meto por las calles llenas de historia, contemplo sus monumentos, llevo a mis hijas a la Plaza de la Revolución, les cuento lo que fue el paso de una Cuba capitalista al paso de una Cuba equivocada. Seguimos paseando hasta el Capitolio Nacional, llegamos a la Catedral. Mis hijas me preguntan si en Cuba la gente es católica.
Hay que ir a La Habana, visitar Cuba entera. La Habana es una ciudad que enamora. Es una pena que sus ciudadanos y ciudadanas no tengan dinero para darles brillo a las casas que heredaron de los antiguos españoles, a sus casas. ¡Qué bien construían nuestros abuelos en Cuba!
No sólo es arquitectura antigua en La Habana, por supuesto. También puedes divertirte. Enfrente de la Catedral está la Bodeguita del Medio, un local frecuentado por celebridades del mundo mundial y donde se bebe mucho mojito. Mi marido y yo paseamos por la Plaza Vieja y admiramos el atardecer en el Malecón.