El Hotel St. Giles de Londres está a una caminata de cinco minutos del Museo Británico. No es un hotel que te llame la atención por su fachada, demasiado sencilla, de hormigón, que le da aspecto de hotel barato.
En recepción te atienden en un visto y no visto. No hay colas y acabas enseguida.
Nos tocó una habitación de la planta once. No era grande, pero el espacio estaba muy bien aprovechado por una decoración funcional, que predominaba en todo el hotel. No era una decoración moderna. Necesitaba una actualización, pero te consolabas pensando que todo estaba muy limpio y bien organizado. En este hotel no te pierdes. Todo está señalizado. Es muy fácil llegar a tu habitación.
El cuarto de baño también era pequeño. Estaba limpio, pero no sobrado de espacio. Tenía un secador de pelo que funcionaba tan bien como el televisor de nuestro cuarto.
Fue lo que más me gustó de la habitación: el televisor. Tenía un montón de canales extranjeros. Pasamos mucho tiempo viendo la tele porque de noche era imposible dormir con tanto ruido. Entre los ruidos de los ascensores, que eran tan lentos como las tortugas y tan ruidosos como un perro rabioso, los ruidos de los huéspedes de las más de 600 habitaciones y los ruidos de la calle no pegabas ojo. Allí no sabían lo que era la insonorización.
El desayuno era caótico. Lo servían en la primera planta, en un comedor que estaba hasta los topes. Mi marido insistió en desayunar allí los dos días que estuvimos porque le encantaba el pan recién horneado que servían en gran abundancia. Lo que no consiguió fue que me apuntara al restaurante italiano que había en el hotel. Comimos fuera.