Existen iconos de la literatura universal cuyo conocimiento es obligatorio si uno aspira a convertirse en un individuo medianamente cultivado, medianamente interesante o, al menos, medianamente enterado de por qué, en los últimos años, las películas y series de televisión, estrenadas a bombo y platillo, tienen nombres tan raritos.
La lista es interminable. El Frankenstein de Shelley, el Drácula de Stoker, el Jeckyll de Stevenson, el Dorian Gray de Wilde o, como es natural, el Sherlock de Conan Doyle.
En este último caso, mi consejo es igual de tajante que en los demás, aunque un poco adaptado a las circunstancias del ejemplo: olvidaos de films de Guy Ritchie e, incluso, de series de la BBC y acudid, antes de nada, a la fuente primordial.
Si deseáis saber por qué este detective, con residencia en Baker Street, sigue ejerciendo tan notable influencia en el mundo de la cultura 124 años después de su creación, no tendréis más remedio que leer, con un mínimo de atención, la obra de sir Arthur Conan Doyle, comenzando por la primera, por esa que presentaba al personaje de Sherlock Holmes al gran público, por Estudio en Escarlata (1887). He aquí un resumen de lo que encontraréis.
John Watson, un valiente médico del ejército británico, es herido en Afganistán y, consiguientemente, enviado a Londres con un permiso de nueve meses hasta que se recupere de sus heridas. Sus escasos ingresos provocan que se vea obligado a compartir habitaciones con un extraño individuo llamado Sherlock Holmes.
Sus extrañas prácticas y conocimientos, así como enorme variedad de personajes que piden entrevistarse con él, hacen imposible para el doctor Watson deducir la ocupación de su compañero. Pero cuando éste recibe un mensaje de Scotland Yard invitándole a investigar un extraño asesinato perpetrado en una casa deshabitada de Brixton, el mismo Sherlock confiesa al doctor que se gana la vida como detective consultor y pide a Watson que le acompañe en el estudio de lo que parece ser un caso muy enmarañado.
La novela está estructurada en dos partes. La primera de ellas, integrada por siete capítulos, comienza presentando al personaje de Holmes para luego relatar, paso a paso, la investigación que éste realiza a raíz del descubrimiento del cadáver que acabo de mencionar. El último capítulo de esta primera parte finaliza con el arresto del culpable a manos del detective protagonista. Ya sabemos que ha tenido éxito, ahora nos resta saber cómo se las ha arreglado para descubrir la verdad.
Pero antes de eso, la segunda parte comienza narrando una serie de sucesos acaecidos en el continente americano varias décadas atrás, con el ánimo de construir y explicar detalladamente las motivaciones de criminal y víctimas. A esto se dedican cinco de los siete capítulos que forman esta parte. Justo después tiene lugar la anagnórisis del caso, con el detalle de que es el propio asesino quien revela su proceder y, por último, Holmes ilustra a Watson con el contenido de los razonamientos que le llevaron a la resolución del misterio.
Desde mi punto de vista, el mayor aliciente para la lectura de esta novela es el desarrollo del personaje de Holmes. Ya he dado algunos detalles de él en mi opinión titulada El 221B de Baker Street, así que me conformaré con decir que es un hombre muy observador y extremadamente inteligente que consagra su vida al propósito de hacer justicia y se comporta con abierta socarronería ante los individuos que él considera inferiores intelectualmente (funcionarios de Scotland Yard, por lo general).
El trato amable que siempre dispensa a su compañero, el doctor Watson, unido a su sentido del humor burlón, su gusto por los halagos y la teatralidad de que rodea a la explicación de sus deducciones, le hacen extremadamente agradable para el lector.
En realidad, todos querríamos poseer la agudeza de Sherlock para detectar las verdades ocultas del mundo, porque precisamente este conocimiento es el que le otorga libertad absoluta para tratar al resto de individuos como mejor le parezca. Un personaje irrepetible e inimitable.
La segunda baza positiva de Estudio en Escarlata consiste en las abundantes dosis de comedia utilizadas en su creación. Los detectives Gregson y Lestrade se nos presentan algo así como un dúo cómico, en su proceder competitivo y trufado de patochadas.
Este tono ligero, junto a la voluntad de Holmes por ocultar las diferentes etapas de sus razonamientos, provoca que el lector avance en la investigación del caso con un estado de ánimo en el que la simpatía y la curiosidad alcanzan una curiosa mezcla cuyo resultado es que podamos leer la obra tranquilamente en un par de tardes agradables sin sentir ni por un momento que estamos ante un texto pesado.
El tercer estímulo que encuentro en esta obra proviene de la habilidad de Conan Doyle por dotar a una novela con gran carga de comicidad de un contexto histórico sutil y valioso.
Para empezar, circunscribiéndonos a la ciudad de Londres donde transcurre la acción principal del relato, el autor ejecuta, mediante trazos tenues y certeros, un fiel retrato de la urbe, tal como se encontraba en los últimos años del siglo XIX: con gran parte de sus ciudadanos sumidos en la pobreza (John Rance y los Irregulares de Baker Street, por ejemplo), en permanente tensión por las sucesivas guerras (la herida de Watson en Afganistán) y con un peligroso malestar por parte de la opinión pública hacia los inmigrantes, derivado de unas duras condiciones económicas (véanse los fragmentos de distintos periódicos que recoge el capítulo titulado Tobias Gregson da una muestra de lo que él es capaz).
Durante la trama secundaria, creada para dotar de motivaciones al criminal, Conan Doyle utiliza episodios relevantes de la historia de los Mormones (incluyendo la participación en el relato de un personaje histórico como fue Brigham Young) y menciona una organización criminal, llamada Los Danitas, surgida también en el seno de la Iglesia Mormona, aunque de existencia algo más discutible. Todo muy instructivo.
En el debe de esta novela hay que apuntar, en primer término, lo alienante que resulta el paso de la primera a la segunda parte. Como ya he dicho antes, la primera parte narra la investigación de Holmes de principio a fin y la segunda narra, en gran medida, hechos del pasado que aportan una explicación de los motivos del asesino. Así que cuando uno comienza a leer esta segunda parte no puede evitar pensar que se ha perdido algo. En este punto, el lector ansía saber cómo ha podido Holmes resolver el caso tan rápidamente y el traslado de la acción a otro tiempo y otro continente puede no ser bien recibido.
Además, se echa en falta la voluntad por parte del autor en implicar algo más al lector en la trama. Como ya he comentado en otras ocasiones, uno de los incentivos de la lectura de una novela de detectives es poder jugar a resolver el caso antes de que el escritor presente la solución. Sin embargo, la excesiva secuenciación en el planteamiento de la investigación y la ausencia de sospechosos hasta el momento del arresto, no permiten este tipo de juegos.
Por último, el misterio se percibe como un tanto simploncete, una vez que Holmes desnuda sus razonamientos. De hecho, hay pistas que no parecen servir para otra cosa que para incrementar la admiración del lector por las facultades del protagonista. Y la identidad del asesino depende, en exclusiva, de una indagación de lo más rutinaria en el pasado de la víctima. Es difícil de creer Scotland Yard no obtuviera ese dato, por mucho que estos no preguntaran a la autoridades americanas expresamente por esa cuestión. Qué le vamos a hacer.
Al fin y al cabo, este es un defecto que Conan Doyle jamás corregiría. Como dijo aquel, Agatha Christie creó a un personaje malísimo (Hercule Poirot) inmerso en unas tramas sobresalientes, mientras que sir Arthur creó a un personaje brillantísimo inmerso en unas tramas de lo más normalitas. Un ejemplo palmario de que no se puede tener todo en esta vida.
Pero, en lo que a mí respecta, dicha flaqueza no me importa en absoluto. Independientemente de los detalles concretos que sirvan de contexto, observar las asombrosas facultades de Holmes en funcionamiento y dejarse sorprender por su infinidad de frases lapidarias constituye un auténtico placer para el intelecto. Un placer del que estoy seguro que disfrutarán mis hijos, mis nietos y también los hijos de éstos. ¿De cuántas obras se puede decir lo mismo?