Hay paradores en los que su pasado está muy presente. Es el caso del Parador de Guadalupe, en la localidad del mismo nombre sita en la provincia de Cáceres. Nosotros fuimos porque nos hablaron maravillas de su restaurante. Mi chico quería probar el bacalao monacal. No sé qué le pasa últimamente que siempre pide bacalao, el pescado de los pobres de antaño.
El parador tiene un estilo monacal en su interior que te hace sentir pecadora en aquellas habitaciones más propias de las monjas que de las chicas de hoy en día. Camas de forja, con colchas de casa pobre, suelos de madera, paredes pintadas de blanco, ventanas pequeñas. Me sentí como en una cárcel. Por eso sólo estuvimos dos días. Yo me hubiera ido el mismo día, pero, como íbamos con unos amigos, quedamos un día más. Mi marido quería hacer negocios con ese amigo suyo tan aburrido que estaba pasando un mes con su familia en el Parador de Guadalupe.
Ni siquiera la zona de la piscina merecía la pena. Los empleados del Parador se habían afanado en darle un aire festivo, pero ni con esas. Era como un oasis pecador en medio de aquel edificio que fue un hospital en el siglo XV.
No os lo recomiendo. Hay paradores mejores. Lo único que vale la pena es la comida que sirven en su restaurante. El bacalao monacal lo hacen muy rico, y lo mismo puedo decir de las migas y el muérdago de Guadalupe.
Cuando estuvimos nosotros estaba bastante vacío. La gente quiere alojamientos más alegres. Este parador tira para atrás nada más entrar en su recepción. Es igualita a la sacristía de las iglesias: austera y triste. Hasta tenía un corcho con anuncios en la pared de enfrente. Y del banco que había para que esperaras sentada tu turno era incomodísimo. Te dejaba el trasero como una piedra.