Dicen que Venecia es la ciudad del amor. A mí nunca me lo pareció. Lo mismo dicen mis hijas. Llevamos a las niñas a Venecia el pasado verano. Nada más salir de la estación del tren y darnos de bruces con el Gran Canal, las niñas se sintieron raras. Decían que aquello no era seguro. Esa misma impresión tuve yo la primera vez que fui a Venecia. Afortunadamente, Venecia es una ciudad construida sobre el agua y sobre el agua se mantiene durante siglos.
Llevamos a las niñas a la la Plaza de San Marcos, vimos la estatua del Colleoni, recorrimos los puentes. La fachada del palacio de los Dogos con los emblemas de la Serenísima nos dieron para una clase de Historia del Arte de mi marido. A mí no me apetecía mucho turismo cultural. Por eso tiré de los míos hasta la isla de San Giorgio y acabamos el día en el lejano Lido.
Lo mejor de Venecia es que suelta tu imaginación. Jugamos a imaginar quién vive dentro de sus palacios. Mis hijas se imaginaban a los descendientes de los antiguos mercaderes llegados de Oriente. Mi marido decía que posiblemente algunos de aquellos palacios estuvieran habitados por los tataranietos de los hombres que construyeron la catedral de San Marcos.
En Venecia no hay dos momentos iguales. La luz exterior es cambiante. Durante nuestra estancia de tres días sufrimos cielos brumosos y algo de frío. Es el cambio climático. Pero no dejamos de recorrer sus calles, sus canales. El paseo en góndola es inolvidable estés enamorada o no lo estés tanto. Yo casi me desenamoré de mi marido con las salpicaduras del agua sucia de los canales. Venecia es una ciudad que debería mejorar su limpieza. Pero, aún así, sigue pareciendo producto de un sueño de un escritor de cuentos de hadas.
Lo que menos me gusta de Venecia son las palomas. Hay infinitas palomas, infinitas pequeñas aves voladoras que se creen con derecho a posarse sobre ti. Mi marido se atrevió a darles de comer con la mano. Yo no les dejo ni que me miren. Las palomas me dan asquito.