Hace unos meses, durante La Noche en Blanco, visité de pasada el Museo Nacional de Antropología. Contemplé el esqueleto del llamado “gigante extremeño”, así como varias cabezas perfectamente conservadas de individuos de raza negra y amarilla. Y a pesar de ser bien consciente de que dicho museo es una institución con gran tradición y una larga historia a sus espaldas, no pude evitar pensar que tales exhibiciones pertenecían a otro tiempo. Una época en que el habitante medio de una ciudad española media tal vez se cruzaba con un negro y ningún chino en toda su vida.
Como ya habréis adivinado, este sentimiento algo insolente sirve para ilustrar mi opinión general acerca de la figura de Julio Verne.
El grueso de su obra, publicada durante el último tercio del siglo XIX, cumplía sobradamente la función evasiva que se presupone a toda novela de aventuras, en la medida en que acercaba al lector países remotos llenos de peligros para sus protagonistas. Así pues, no es de extrañar que cuatro de sus novelas más populares como Cinco Semanas en Globo, Viaje al Centro de la Tierra, La Vuelta al Mundo en Ochenta Días y Miguel Strogoff estén ambientadas, respectivamente, en África Central, Islandia, el Imperio Británico y Rusia. Si de algo podemos acusar a Julio Verne, sin duda no es de utilizar una y otra vez la misma región para situar sus escritos.
Junto a esta variedad de entornos interesantes, hallamos el otro rasgo que contribuye a explicar el enorme éxito de la obra de Verne entre sus coetáneos: la meticulosidad, casi obsesión, con que el autor francés describía los recursos científicos y tecnológicos de que se valían sus personajes para llevar a cabo los extraordinarios viajes que se narraban.
Desparramadas por los miles de páginas que componen su obra podemos hallar descripciones donde se recoge cada pulgada, pie, onza o grado centígrado concerniente a infinidad de máquinas que, o bien ya existían en la época en que la obra que las utilizaba fue publicada (el globo aerostático, los paquebotes, el telégrafo), o bien fueron anticipadas por el indudable genio de su autor sobre la base de un conocimiento científico exacto (el submarino, el helicóptero, el fax).
Pero, Things Have Changed, como decía Dylan. El positivismo del que bebía Verne quedo reducido a una mera ilusión bajo el fuego cruzado de dos Guerras Mundiales y hoy en día, con Internet cómodamente instalado en nuestros hogares y muy poca curiosidad por la ciencia y la geografía, no hay necesidad de recurrir los libros de Julio Verne para aprender cosas sobre del modo de vida de los rusos o para conjeturar las inacabables maravillas que nos aguardan en la cara oculta de la Luna. Por tanto, a mi entender, Verne es, en la actualidad, un autor con una relevancia cada vez menor cuando no, sencillamente, un escritor pasado de moda.
Muchas de las novelas de este prolífico literato francés, leídas con ojo crítico, resultan aburridas a día de hoy. Y, por desgracia, su Viaje al Centro de la Tierra, publicado en 1864, no consigue escapar del todo a esta tendencia.
Dicha obra narra las aventuras del profesor Lidenbrock, un geólogo que reside en Hamburgo junto con Axel, su joven sobrino y ayudante. Cierto día, el profesor encuentra una hoja de papel escrita en clave dentro de un tratado histórico islandés del siglo XII. El criptograma, una vez descifrado, describe un cráter particular de un volcán islandés mediante el cual puede llegarse al mismo centro del globo terrestre. Lidenbrock no tarda en hacer los preparativos necesarios para acometer tan singular excursión llevando consigo a su sobrino y agenciándose por el camino la inestimable ayuda del guía autóctono Hans Bjelke.
La edición que tengo en mi poder (bolsillo de la editorial Santillana) consta de 259 páginas. Además, el libro se divide en 45 capítulos que no superan las 5 ó 6 páginas de extensión. De modo que Viaje al Centro de la Tierra puede considerarse una novela muy cómoda de leer.
La estructura del libro aparece muy clara para el lector a medida que éste se adentra en la narración, pudiendo considerarse ésta una suerte de clavo al que agarrarse cuando el tedio amenace con hacerse insoportable. Así, las primeras cincuenta páginas (aproximadamente) del libro estarán dedicadas al desciframiento del criptograma, las segundas cincuenta situarán a nuestros protagonistas en la cima del volcán, el final de las terceras cincuenta páginas marcará el primer incidente serio de la expedición, mientras que las cien últimas (también tienen su lugar en la esctuctura, pero no deseo revelar más detalles de la trama) se hacen cada vez más trepidantes con una sucesión de incidentes que conducirán a nuestros héroes al final de su viaje.
Sin embargo, ni la brevedad de la obra y sus capítulos ni el hecho de poder hacerse una idea clara de cuándo se producirá una variación significativa en la trama hacen de esta novela un libro entretenido.
Como decía unos párrafos atrás, el minucioso estilo de Julio Verne en sus descripciones resulta bastante árido para el lector. En este libro en concreto, la parte dedicada al viaje de los protagonistas hasta Islandia se convierte en una sucesión de cambios en el medio de transporte y descripciones del centro histórico de alguna ciudad europea, a la manera de las modernas guías de viajes, sin el menor interés. En lo que respecta a la parte que transcurre bajo la superficie de la corteza terrestre, encontraremos abundantes y reiterativas descripciones de las capas de mineral que los protagonistas van atravesando. En resumen, un tostón. Por si no me créeis, aquí tenéis un par de párrafos, copiados directamente del libro, a modo de ejemplo:
“Cerca de allí, en el número 5, había un restaurante francés al cuidado de un camarero llamado Vincent. Almorzamos abundantemente por el módico precio de cuatro marcos cada uno. Luego yo sentí un placer de niño recorriendo la ciudad.; mi tío se dejaba llevar; además no vio nada, ni el insignificante palacio del rey, ni el bonito puente del siglo XVIII, que une las dos márgenes del canal delante del museo, ni el inmenso cenotafio de Torwaldsen”.
“Había pocos árboles, sólo plantas herbáceas, inmensos céspedes, licopodios, sigilarias, asterofilites, familias raras cuyas especies se contaban entonces por millares. Y precisamente a una exuberante vegetación debe su origen la hulla. La corteza todavía elástica del globo obedecía a los movimientos de la masa líquida que lo recubría. Entonces intervino la química natural; en el fondo de los mares, las masas vegetales primero se hicieron turba; luego, gracias a la influencia de los gases y bajo el calor de la fermentación, sufrieron una mineralización completa”.
A este estilo excesivamente académico y detallista tiene que añadirse el hecho de que los personajes son apenas monigotes que pueden describirse con un adjetivo y que, para colmo, apenas sufrirán evolución durante el relato. El profesor Lidenbrock es y será siempre un ser obstinado, Hans permanecerá impertérrito hasta el día de su muerte, mientras que Axel seguirá siendo un individuo algo cobarde y voluble. ¿Cómo podría empatizar el lector con alguno de ellos?
Para terminar, la conclusión de la historia se hace terriblemente anticlimática y azarosa. Llega un punto donde los protagonistas ya no pueden hacer nada por remediar su situación, debiendo encomendarse al dios que prefieran para intentar salvar el pellejo. Ni siquiera el cabo suelto que se deja para las últimas páginas funciona como detalle sorprendente como sí sucedía, por ejemplo, con el recurso de los cambios horarios en el final de La Vuelta al Mundo en Ochenta Días.
En resumidas cuentas, si Viaje al Centro de la Tierra contara con un centenar de páginas más, desaconsejaría vivamente su lectura so pena de caer en un profundo sopor. Sin embargo, la extensión ajustada y el inicio detectivesco (que puede recordar, salvando las distancias, a El Escarabajo de Oro) hacen de este volumen una novela bastante favorable para asomarse al universo que este famoso escritor de Nantes concibió para sus lectores. Ya me contaréis si la mala opinión que tengo de monsieur Verne os parece o no fundada.