Definitivamente, lo underground está saliendo a la superficie. Ignoro la razón, aunque quizá la falta de ideas o el gran crecimiento y visibilidad de la comunidad nerd puedan aportar explicaciones parciales, pero las consecuencias no podrían ser más palmarias: géneros marginales como la ciencia ficción, la fantasía y, en especial, el terror (o, al menos, ciertas criaturas que solían poblar los productos más terroríficos) han ganado relevancia tanto en el cine como en la literatura y la televisión.
Claro que esta preeminencia, en tanto en cuanto nace de una perspectiva ferozmente consumista y, en la mayoría de los casos, bastante superficial, tiende muy pronto al agotamiento, por lo que editores, productores ejecutivos y showrunners, tienen que ser muy sensibles a las primeras señales que indiquen una pérdida de interés de los fans para proponer ideas nuevas que pugnen por animar el mercado en años venideros.
Así, después del auge vampírico vivido en los últimos tiempos debido al éxito de Elizabeth Kostova, Charlaine Harris o Stephanie Meyer, entre otras (y también de las adaptaciones al medio audiovisual de la obra de las dos últimas), parece que los zombis han recogido el testigo (para bien y para mal) de nuestros amigos colmilludos.
Recientes propuestas literarias como Orgullo y Prejuicio y Zombis o Lazarillo Z dan fe de esta tendencia, extendida al mundo del cómic y el manga (Los Muertos Vivientes, Zombis vs. Cheerleaders, Highschool of the Dead o A Zombie Christmas Carol) y que también ha tenido su repercusión en la pantalla grande (Zombis Nazis, Zombieland , Diary of the Dead, Survival of the Dead) y chica (Dead Set).
Pero si existe un proyecto de zombis actual que haya podido rivalizar en popularidad y expectación con las obras del mejor George A. Romero, ése ha sido, sin duda, The Walking Dead, una serie emitida por el canal estadounidense de televisión por cable AMC que nació como adaptación del exitoso cómic homónimo de Robert Kirkman y Tony Moore.
Naturalmente, la circunstancia de tener como base una obra gráfica de tan buena reputación tuvo bastante que ver con el interés suscitado. Y cuando se supo que Frank Darabont no sólo ejercería de productor ejecutivo sino que también sería el encargado de guionizar y dirigir el episodio piloto, la ecuación del éxito pareció completarse.
De todos modos, algunos directivos de AMC no debieron de verlo demasiado claro, ya que la primera temporada de The Walking Dead tan sólo consta de 6 episodios. Algo así como un velado sondeo para decidir si el público estaría dispuesto a sentarse ante el televisor semana tras semana a contemplar cómo una horda de zombis intentaba devorar a los protagonistas del show.
Sin embargo, a pesar de estas supuestas reticencias, los datos de audiencia son incontestables: en su emisión estadounidense, The Walking Dead se convirtió en un triunfo del cable con datos que oscilaron entre los 4 y los 6 millones de espectadores.
En España, el público respondió de un modo similar. Desde la noche de su estreno en abierto, el 11 de Enero de 2010, la serie consiguió, por término medio, unos 3 millones de espectadores, otorgando a La Sexta, cadena que apostó por esta peculiar propuesta, unos excelentes márgenes de share de entre el 14 y el 17 por ciento.
Aunque, como todos sabemos, éxito nunca ha sido sinónimo de calidad. Y tal como sucediera con, por ejemplo, los vampiros y la saga Crepúsculo, esta vez los zombis han sido utilizados como mera excusa para ofrecer al público más o menos lo mismo de siempre aunque con un envoltorio novedoso. Pero no me gustaría adelantar acontecimientos.
La fórmula narrativa que utiliza The Walking Dead para poner en marcha la trama es muy similar a la empleada por Danny Boyle en 28 Días Después, película estrenada en 2002. Aunque quizá esta similitud deba ser vista como una especie de homenaje a una de las cintas responsables de rescatar del olvido a los zombis.
En los primeros minutos del episodio piloto contemplamos al personaje principal, Rick Grimes (Andrew Lincoln), un ayudante de sheriff del estado de Georgia, charlando con su compañero Shane (Jon Bernthal) de los problemas conyugales que cada vez alejan más a Grimes de su mujer, Lori (Sarah Wayne Callies) y de su hijo pequeño Carl (Chandler Riggs). De pronto, un aviso de atraco interrumpe la conversación y después de un enfrentamiento especialmente complicado con los malhechores, Rick recibe un balazo en la espalda, quedando en coma en el hospital.
Cuando despierta, todo está vacío y degradado. Sin saber muy bien por qué, debido a la confusión mental que aún padece a causa de su proceso de recuperación, Rick se da cuenta de que la morgue se ha convertido en el sitio más peligroso del hospital, hasta el punto de encontrarse cerrada a cal y canto. Poco a poco, va asimilando el hecho de que la mayoría de los habitantes de la Tierra se han convertido en zombis y hará lo posible por contactar con otros supervivientes y hallar a su mujer y a su hijo.
Claro que, cuando por fin logre hallarlos, se encontrará con una sorpresa: Lori y Carl viven perfectamente integrados en un campamento de supervivientes a las afueras de Atlanta, pero ella, dando a su marido por muerto, decidió comenzar una relación sentimental con Shane que, milagrosamente, logró sacarlos de Georgia.
Tal vez los conflictos amorosos que acabo de desvelar ya os hayan dado una pista, pero lo primero que tenéis que saber antes de sentaros a ver The Walking Dead es que no se trata de una serie de terror y, en gran medida, tampoco de una serie de zombis, sino más bien de una serie con zombis.
Así que no abriguéis la esperanza de encontrar los típicos sustos al uso ni experimentar la genuina y difusa aprensión que, incluso en sus momentos más flojos, consiguen transmitir los grandes productos de horror.
Esta práctica ausencia de figurada lobreguez se refleja físicamente en una fotografía casi siempre radiante y amable. Compuesta por una abundancia de planos exteriores, los espectadores nos hartaremos de contemplar esperanzadores cielos azules y los placenteros tonos verdes de la magnífica vegetación que rodea el campamento de supervivientes, todo ello bañado por una brillante luz del día que ni siquiera pierde sus matices cálidos cuando los protagonistas se encuentran en el interior de edificios (a refugio de los zombis) o en azoteas, observando los movimientos de los monstruos para planear el modo más seguro de escapar.
Las únicas ocasiones en que este panorama cambia volviéndose, ahora sí, más crudo y sombrío, se dan cuando los personajes tienen que emprenderla a tiros o a golpes con grupos de muertos vivientes ávidos de entrañas frescas. Sin embargo, estas secuencias aparecen en contadas ocasiones durante las 4 horas que dura esta primera temporada y además están rodadas desde una perspectiva tan aberrantemente efectista (salpicaduras de sangre a la cámara, primeros planos de cabezas tiroteadas mostrados, en ocasiones, a cámara lenta…) que decepcionarán a los fans más exigentes del género.
A uno le da la impresión de que estas secuencias de lucha directa con zombis están puestas ahí como una suerte de grosera carnaza (nunca mejor dicho) para atraer a los aficionados al cine de terror, pero sin que resulten nunca demasiado numerosas (y sin tomárselas demasiado en serio) como para espantar al grueso de la audiencia que simplemente desea ver conflictos entre personajes, análogos a los que pueden darse en cualquier otra serie de televisión pertenezca al género que pertenezca.
Cuando nos damos cuenta de la manera en que está montado todo el tinglado, tenemos la impresión de que el reducido número de capítulos de la primera temporada de The Walking Dead no fue la única precaución que tomaron los responsables del canal AMC para asegurar el éxito (en la medida en que tal cosa sea posible) de esta adaptación, convirtiendo el triunfo de la serie en una experiencia agridulce para los consumidores de la cultura zombi.
Y es una lástima porque la estética de los zombis me parece de lo más acertado de esta propuesta. Lejos de saturar la pantalla de velocísimos fantoches digitales como sucedía en, por ejemplo, Soy Leyenda, The Walking Dead opta por una estética mucho más clásica.
Como se nos explica en el último episodio, los muertos vivientes son cadáveres invadidos por un misterioso virus que provoca que pequeñas partes del cerebro sigan funcionando, mientras que el resto del cerebro permanece muerto. Por tanto, dichos entes se mueven de manera lenta y desmañada. Solamente su grandísimo número y su férrea voluntad de alimentarse los convierten en una amenaza.
Además, independientemente de las laceraciones que estos cadáveres ambulantes luzcan en sus cuerpos o de la compartida prominencia de sus mandíbulas, la mayoría conserva suficientes señales distintivas (una indumentaria que permite deducir su antigua ocupación, un estilo de vestir concreto, la raza, el sexo, etc.) como para crear un vínculo empático con el espectador. Lo único que ese grupo de desafortunados individuos tiene en común es el padecimiento de una enfermedad de la que nadie está a salvo. Así que junto al temor habría que dejar un poco de espacio para la compasión.
Pero con independencia de los aciertos en el tratamiento de las criaturas, debéis tener presente lo que decía unos párrafos atrás: los zombis no son el elemento más importante de esta producción televisiva. Por lo que la pregunta que debemos formular para decidir de manera cabal acerca de la brillantez o mediocridad del invento es la siguiente: ¿Consiguen los elementos dramáticos y las relaciones entre los personajes humanos de la serie mantener el interés durante los 6 capítulos que integran la temporada? Como ya he insinuado más arriba, la respuesta es un rotundo no.
Si bien es cierto que el piloto es maravilloso, con ese padre afroamericano incapaz de desprenderse del recuerdo de su esposa infectada y ese muerto viviente sin piernas merecedor de más piedad que asco, y que el segundo episodio, aún habiendo bajado sobremanera el nivel de calidad, logra mantenerse a flote debido a los toques gore, al sentido del humor y al tratamiento de un conflicto racial estereotipado aunque sugestivo, a partir del tercer capítulo, todo comienza a desmoronarse.
Con la excepción del personaje de Glenn (Steven Yeung) o ramalazos de las hermanas Andrea (Laurie Holden) y Amy (Emma Bell), ninguno de los supervivientes logra aportar demasiado al conjunto de la trama. Lori tiene las ideas demasiado claras para que el triángulo amoroso genere algo de tensión, Daryl Dixon (Norman Reedus) es un tipo intransigente y violento que jamás demuestra con actos estos defectos latentes, Shane es demasiado leal y Rick Grimes está dominado por una santurronería cada vez más ridícula que, sin embargo, nunca encuentra seria oposición. Del resto, no hay noticias; puro relleno.
¿Y qué se puede lograr cuando se intentan abordar conflictos dramáticos desde el punto de vista de personajes planos hasta decir basta? Pues sencillamente que tales conflictos resulten ridículos, noños o artificiales. Como muestra, tan sólo mencionar el asunto del maltratador que se toca en el capítulo 3, el inverosímil giro argumental expuesto en el capítulo 4 (que termina echando por tierra el interesante tema que se intenta tocar) o el melodramatismo facilón que impregna de la muerte de un personaje importante en el capítulo 5.
Esta sucesión de despropósitos culmina con una season finale absolutamente anticlimática, ya que ni la trama mostrada tiene que ver con zombis ni con ninguno de los hilos argumentales establecidos desde el primer episodio, ni la resolución de la misma actúa de cliffhanger de cara a la siguiente temporada. Más que de continuidad, parece que se nos habla de borrón y cuenta nueva. Fin del experimento. El programa ha cuajado. El año que viene empezamos otra vez. Aunque si esto es lo mejor que puede ofrecernos el guionista medio de The Walking Dead, mejor haríamos todos en apagar el televisor y asaltar la biblioteca más cercana.
Para terminar esta opinión, me gustaría decir unas palabras acerca de los temas explorados en la serie. En general (con una vergonzosa excepción), se trata de asuntos interesantes aunque mal desarrollados y/o demasiado manidos.
En primer lugar, se nos exhorta a dejar de lado cualquier tipo de prejuicio (por ejemplo, el racismo) pues sólo la tolerancia y sincera colaboración con nuestros semejantes garantizará el éxito de nuestras empresas.
También se nos invita a reflexionar acerca de la necesidad de observar un conjunto de normas morales si aspiramos a seguir manteniendo nuestra condición humana. La sociedad en que vivimos fomenta más bien un individualismo en el que el éxito a cualquier precio es el máximo triunfo, aunque sea a costa de pasar por encima de los demás. Quizá esta actitud de aplastar a todo aquel que nos rodea sea un modo eficiente de lograr la supervivencia en nuestra jungla de asfalto, pero conviene darse cuenta de que se trata de una victoria vacía que terminará por conducirnos no sólo a la infelicidad sino a la pérdida de humanidad.
Muy relacionado con esto, hallamos una notable alabanza a un estilo de vida bucólico, simbolizado por el campamento de los supervivientes. Mientras no calen en nosotros valores como el respeto o la cooperación, las grandes ciudades no serán más que atajos hacia el infierno, porque, desde esta perspectiva, el infierno son los demás.
Y de un modo más disperso y sutil hallaremos referencias a la ecología (la dependencia de los combustibles fósiles hará que nuestra civilización sea irremediablemente perecedera) o, incluso, a la eutanasia (¿debemos preservar a toda costa nuestra existencia, pues la vida humana es sagrada hasta el último instante, o tenemos el derecho de poder saltar a la vía si tenemos la certeza de encontrarnos a bordo de un tren que se dirige inexorablemente hacia el precipicio?).
Hasta aquí todo suena bien, ¿verdad? Sin embargo, hay un asunto que el programa aborda con un desacierto sonrojante. Me refiero al tema de las diferencias de género.
En ese paraíso de perfección bucólica que es el campamento donde viven los personajes principales, en ese vergel exuberante de vegetación donde el ser humano ha tenido la oportunidad (merced al Apocalipsis Zombi) de volver a vivir según el orden natural de las cosas, todos los hombres se dedican a proteger y alimentar a la comunidad ya sea mediante su destreza con las armas o con su sobresaliente ingenio mientras que las mujeres pasan el día cocinando y lavando la ropa. El marido de una de estas mujeres resulta ser un maltratador, que recibirá su merecido a manos de uno de los cabecillas del campamento, pero la ayuda prestada jamás se hará extensiva a un reparto más equitativo de los trabajos. De juzgado de guardia, oiga.
En conclusión, The Walking Dead parte de un concepto atrayente y jamás explorado en una serie de televisión de larga duración. Sin embargo, la planitud de personajes y la artificialidad con que son presentados y resueltos los diversos conflictos convierten esta propuesta en un producto abiertamente risible, por más que algunos temas expuestos posean cierto calado, que no originalidad.
Mucho tiene que cambiar el asunto a partir de la segunda temporada, porque de lo contrario, el desplome de inefables programas como Flashforward o Héroes va a ser una broma al lado de esto. Tiempo al tiempo.