Cualquiera que haya leído unas cuantas novelas de José Carlos Somoza coincidirá conmigo en que se trata de un autor de lo más original e interesante. Original porque intenta utilizar para cada uno de sus trabajos excusas argumentales de muy diferente naturaleza. E interesante porque tanto estas elecciones dispares como el tratamiento y relieve de las mismas logran diferenciar a Somoza de otros escritores españoles de igual o, incluso, mayor éxito.
Sin embargo, por muy variadas que nos puedan resultar sus novelas, parece indiscutible que todas ellas comparten rasgos comunes.
En primer lugar, el predominio de la acción, la rapidez con que avanza ésta y el gusto por elementos sangrientos o sobrecogedores encuadran estos escritos bajo la categoría de thriller.
Y, en segundo lugar, con independencia del argumento que utilice en cada ocasión concreta, Somoza jamás deja de lado cierto sabor a novela clásica de detectives cuando compone sus libros.
Naturalmente, El Cebo, narración que constituye el último trabajo del autor hasta la fecha, no escapa a ninguna de estas tendencias, por lo que puede considerarse un relato la mar de sugestivo y, al mismo tiempo, clásico dentro de la producción de este artista de las palabras.
Siguiendo la tendencia de sus obras más recientes, la acción de El Cebo no se sitúa en un entorno contemporáneo sino en una suerte de tiempo futuro indeterminado. Aunque conviene añadir, sobre todo para aquellos que no conozcan otros trabajos del autor, que no nos toparemos con coches voladores, pistolas de rayos, robots y demás parafernalia de la ciencia ficción clásica. En lugar de ello, hallaremos algunos artilugios tecnológicos exóticos (degradantes de ADN, ordenadores cuánticos, bloqueadores de escáner), tendencias de moda hipercoloristas y eróticas que remiten a la estética cyberpunk (zapatos de plataforma morados, pantalones de látex naranja abiertos por el trasero) y una fantasiosa teoría psicológica de gran impacto para el trabajo policial que constituye la base argumental de la novela.
Dicha teoría viene a decir que todos nuestros sentimientos, pensamientos y acciones dependen en exclusiva de nuestro deseo. Dado que expresamos ese deseo de manera constante mediante nuestra conducta (tono de voz, gestos, posturas, etc.), éste puede cuantificarse y medirse con la ayuda de un ordenador para elaborar una ecuación matemática denominada psinoma.
Los individuos pueden dividirse en 58 categorías (o filias) de acuerdo con el modo en que su psinoma obtiene placer mediante la consecución del deseo. Lógicamente, los individuos pertenecientes a una misma filia reaccionan de igual manera ante el mismo tipo de estímulos. Además, dichos estímulos pueden recrearse, pueden fingirse, como hacen los actores en el escenario de un teatro, consiguiendo subyugar la voluntad de cualquier persona por medio de la expresión corporal y la voz. Ejecutar estas maniobras fingidas para controlar a un individuo se denomina hacer una máscara.
En este contexto, el símil teatral no es gratuito ya que ciertos psicólogos creen que las filias ya fueron descritas por William Shakespeare mediante claves ocultas en sus obras de teatro, por lo que el estudio de Shakespeare se convierte en requisito indispensable para cualquiera que aspire a ejecutar máscaras eficaces.
Así se resuelven todos los delitos en el Madrid futurista que Somoza nos describe, aunque en la novela se hace especial hincapié en los asesinatos en serie.
Veamos un ejemplo. ¿Cómo podríamos capturar a un asesino de prostitutas? Pues averiguando su filia a través del estudio de los rastros conductuales dejados por el asesino en sus víctimas y repartiendo por diversos clubs nocturnos a jovencitas expertas en identificar filias y ejecutar máscaras.
Una vez que alguna de estas jovencitas lograse atraer al asesino, no tendría más que intensificar la fuerza de sus máscaras hasta volver, literalmente, loco de placer al criminal, quedando éste reducido a un estado de indefensión que facilitaría su apresamiento por parte de agentes de la ley.
Dichas jovencitas (también hay jovencitos, por supuesto) son denominadas cebos.
Una vez explicado todo esto (espero que nadie se haya aburrido todavía), entender el argumento de la novela es un asunto trivial, así que no me explayaré demasiado a la hora de decir unas palabras sobre el mismo. Ahí va.
Diana Blanco es el mejor cebo de la policía española. Sin embargo, su veteranía en la profesión, lo arriesgado de ésta y lo moralmente reprobable que resulta propician la decisión de retirarse para vivir una existencia tranquila junto al hombre al que ama, a pesar de que El Espectador, el psicópata más astuto, violento y voraz que ha aparecido en mucho tiempo, aún siembra el terror en la noche de Madrid.
Sin embargo, al enterarse de que su hermana Vera (una cebo principiante) ha sido asignada a la cacería de El Espectador, Diana decide realizar ese último trabajo para intentar salvar a su hermana de tan espantoso riesgo de muerte.
La novela se divide en 33 capítulos de extensión variable, además de un prólogo y un epílogo, hasta completar un total de 474 páginas según la edición en tapa dura de la editorial Plaza y Janés.
Si bien la mayor parte de la novela está narrada en primera persona desde la perspectiva de Diana Blanco (el personaje protagonista), hay algunos capítulos en que se adopta el punto de vista de algún otro personaje. Naturalmente, cuando esto sucede la narración cambia a tercera persona.
Esta variación en el punto de vista parece tener la intención de generar un clima de intriga que atrape al lector e invitar a éste a que averigüe por su cuenta la respuesta a todos los enigmas que el autor propone a lo largo del libro. Al fin y al cabo, como bien explicó Hitchcock, no hay nada que genere más suspense que el hecho de que el espectador (el lector, en este caso) sepa más que el protagonista.
Esta voluntad por crear intriga se ve acentuada (como sucede en cualquier otro thriller literario) por medio del cliffhanger de rigor al final de cada capítulo, el incidente más o menos emocionante que pretende mantener enganchado al lector capítulo tras capítulo; aunque en ciertas ocasiones, lo burdo y efectista del recurso empleado termina por resultar algo molesto para el lector.
Además de la utilización de estos enganches finales, un segundo rasgo que hermana todos los capítulos de El Cebo es la inclusión de alguna referencia a las obras de Shakespeare. No estoy totalmente seguro de ello, pero juraría que en cada uno de los 35 segmentos que componen la novela se utiliza cita una obra diferente del autor británico.
Mi conocimiento de Shakespeare es demasiado limitado como para extender mi opinión al conjunto de la novela, pero, en determinadas ocasiones, estas referencias parecen puestas ahí no sólo para subrayar uno de los temas principales del libro o para caracterizar las distintas filias, sino también para dar pistas acerca de la resolución de la trama. Por ejemplo, la sutil mención a La Comedia de los Errores en el prólogo de El Cebo o, naturalmente, la inclusión de Cuento de Invierno en el capítulo 31 nos advierten claramente sobre lo que va a venir.
Pero no debéis preocuparos. Las continuas referencias a Shakespeare no molestan en absoluto, ni siquiera a aquellos que, como yo mismo, poco conocen de él; y ni la grosería de algunos cliffhangers ni la aparente dificultad de tener que acomodar en el relato la farragosa teoría del psinoma que he expuesto unos párrafos atrás logran echar a perder esta sobresaliente novela.
Entre sus puntos fuertes cabe destacar el desarrollo del personaje principal, la suavidad con que progresa la trama y el magnífico final.
El carácter de Diana Blanco comienza a perfilarse prácticamente desde la primera página. Somoza va exponiendo sus motivaciones, anhelos, esperanzas, su traumático pasado y, por encima de todo, la dinámica de la relación con su hermana de manera inteligente y franca. De hecho, la caracterización de la protagonista se convierte en uno de los principales focos de interés durante el primer cuarto del relato.
Cuando este tema parece agotarse, la figura de El Espectador se adueña de la acción, y cuando también este asunto parece resolverse, el autor echa mano de elementos detectivescos para conducir al lector a un sorprendente desenlace. Todo se articula como un perfecto juego de engranajes, la acción avanza como la seda y jamás queda espacio para la impaciencia o el hastío.
Junto al personaje protagonista aparecen otros caracteres principales interesantes, si bien ninguno de ellos alcanza las cotas de autenticidad que Somoza guarda para Diana Blanco.
Por un lado, tenemos al misterioso señor Peoples, correcto en su papel de gurú y coherente con sus obsesiones hasta el instante final, sin embargo, resulta demasiado grandilocuente para el terrenal destino que le espera.
Por otro lado, encontramos al psicólogo Mario Arístides Valle, un caballero maduro muy reposado y virtuoso cuya visión del mundo es diametralmente opuesta al fingimiento que penetra como un cáncer todas las esferas de la existencia de los cebos. Sin embargo, este personaje tampoco me acabó de gustar del todo, puesto que la relación entre él y Diana Blanco se percibe un tanto antinatural, y los seres demasiado santurrones no me caen demasiado bien.
Pero, sin lugar a dudas, la mayor virtud de El Cebo es la manera en que el autor decide rematar el relato. A través de una anagnórisis de 12 páginas de extensión, Somoza ilumina el conjunto de su narración desde un ángulo totalmente nuevo, provocando así una sensación de abrumadora sorpresa en el lector, al tiempo que logra transmitir una impresión de verosimilitud incomparable, por mucho que en el transcurso de la novela se den pocas (o ninguna) pistas acerca de este giro final.
Es cierto que El Cebo podría definirse de muchas maneras, pero si tan sólo tuviéramos en cuenta la brillantez de la resolución, diríamos que éste sería el libro que Agatha Christie habría escrito si no hubiera sido tan aficionada a hacer trampas y hubiese querido contar un relato futurista.
En cuanto a los temas tratados en la novela que nos ocupa, pueden resumirse en la analogía que penetra la obra de parte a parte: todo el mundo es un escenario y los hombres y mujeres, meros actores.
Como puede deducirse de la explicación que ofrecí un poco más arriba, la teoría del psinoma es determinista. Todos hacemos lo que hacemos porque nos da placer, nada más. ¿Tiene sentido, entonces, ensalzar la justicia, la bondad, el respeto o la tolerancia? Algunas personas se comportarán con justicia porque obtienen placer de ello, mientras que otras se comportarán de manera injusta exactamente por la misma razón. Todo está en el psinoma.
Lo mismo sucede con los sentimientos. El amor, tal y como lo conocemos, no existe. Se trata simplemente de que, en el momento en que vimos a la persona que se convertiría en el objeto de nuestro amor, ella hizo algo que complació a nuestro psinoma y nos enamoramos. El hecho de que esos gestos fueran espontáneos o fingidos (una máscara) no tiene ninguna importancia. ¿Os dais cuenta? La vida es puro teatro.
Esta es la original manera que José Carlos Somoza ha elegido para denunciar la crisis de valores y el vacío moral que parece caracterizar la época en que vivimos. En estos tiempos nada, excepto la consecución del propio placer, parece tener importancia. La mayoría de la gente se conduce por la vida como si todos los demás fueran meros instrumentos para alcanzar sus fines egoístas, lo que repercute en una existencia atroz y, por encima de todo, vacía.
Sin embargo, la frase “todo el mundo es un escenario” adquiere un segundo sentido desde el momento en que nos damos cuenta de que fue utilizada para titular un segmento del documental Zeitgeist, dirigido por Peter Joseph en el año 2007. Dicho segmento afirma que los atentados del 11-S y el 7-J fueron ataques de falsa bandera perpetrados con el único fin de manipular a la opinión pública de cara a legitimizar la subsiguiente invasión a Afganistán e Irak en busca de recursos económicos y militares.
Y es que, como ya sucediera (de un modo bastante más sutil) en Zigzag, Somoza nos habla de lo cómodo que les resulta a los poderosos utilizar grandes tragedias como el 11-S, el 11-M, o el 7-J para satisfacer sus intereses egoístas en aras de la seguridad. Pero lo más trágico es que los ciudadanos de a pie a menudo entramos en el juego. Damos carta blanca a los gobernantes para que hagan cualquier cosa para mantenernos seguros, sin caer en la cuenta, como dice uno de los personajes en la novela, de que esta farsa de crímenes, terroristas y asesinos es el teatro del Primer Mundo para cerrar los ojos ante el mayor de los crímenes: la miseria. Ella es el psicópata más cruel de todos.
Claro que para remediar esta situación tampoco hay que llegar al extremo de llenarse la cabeza de elevadísimos ideales de dignidad ni creer que la salvación del mundo depende de nosotros. Simplemente, tenemos que hacer un esfuerzo por dedicarnos a aquello que nos colme plenamente, por mucho que en ocasiones aborrezcamos nuestra ocupación, y ser consecuentes con nuestras decisiones. Se trata de un posición escasamente revolucionaria, sí, aunque tremendamente sensata y capaz, por sí sola, de hacer mucho más bien del que parece.